PRIMER AMOR
por Antonio Dal Masetto
En aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce
años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano
en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había
llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar
con América.
Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos
impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos,
hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá
una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los
campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las
partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de
sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos,
los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela,
me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar
el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las
que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la
palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a
mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas
peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos
fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y
estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos
pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta,
donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque
era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo
menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran
compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase
de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos
meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la
perfección.
El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con
unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el
grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban
alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé
en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría
una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y
sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni
siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo
los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los
dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres
de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso,
sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba
exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la
que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni
rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y
me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,
cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con
ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de
sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato:
“Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”. Estaba
realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento
no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles
y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como
mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo.
La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto
renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras
(un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el
símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me
devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de
Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la
impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por
lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y
aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya
vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias,
ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de
horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi
bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba
por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada
sitio donde suponía que podía estar. Corría permanentemente. En
realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía
girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como
si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando
finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de
frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las
veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta
en la que anotaba:
“Martes 17,
la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi,
me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con
esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me
quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis
alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me
hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una
puerta:
—Dejalo ahí, sobre la mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista. Me dije
que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una
respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era
tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del
fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle.
Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una
doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la
casa vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece —dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que
era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una
historia:
—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo
viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró
de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo
mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar
había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a
crecer. Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras
trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada.
Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado.
Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no
paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y
comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo
murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí
el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal
para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin
moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus
ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad
y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima.
Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte,
lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude
pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo
seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino
la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la
esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y
aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en
el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a
los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el
horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.